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Foto: Andrea MilianiEste es un ejercicio autobiográfico ambientado en Santiago de ChileCuando salí del edificio vi la llovizna y pensé por unos segundos en regresar por mi paraguas, pero luego pensé: "No es tan fuerte". Al llegar al primer semáforo sentí que el cielo santiaguino había escuchado mi pensamiento, empezó a llover. A llover como llueve en mis referencias tropicales. En el segundo semáforo no había techo ni árbol para abrigarme, solo la lluvia, el frío y yo. En el parque, el otoño se encargó de arrancar todas las hojas que pudieran defenderme. Llovió más fuerte. Acepté mi derrota y me vi obligada a correr, y mientras mis botas se mojaban en los charcos inevitables comencé a reír, a dejarme atacar por el agua, por los diez grados celsius, por la euforia. Quise que mi destino estuviera más lejos para seguir en mi trance de niña ignorante, sin pensar en las consecuencias para mi cuerpo, en la ciudad, en los vulnerables. Solo la lluvia, el frío y yo. Pero una adulta que trabajaba en el parque me lanzó una mirada juzgona, entonces regresé a mi propósito inicial y me refugié en la biblioteca. Me detuve frente a la ventana a admirar las gotas constantes y entonces lo vi: a un niño de unos 30 años vistiendo solo un short y zapatos deportivos, con las manos extendidas, corriendo, sonriendo, sintiendo. No era la única derrotada.