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En Chilca, Perú, un funcionario municipal que fue azotado en público mientras tomaba protesta, prometió no robar, no mentir y no ser haragán. Recibió tres latigazos, para que no se le olvide que ha jurado cumplir sus promesas de campaña
Resulta que Abraham Carrasco, un joven de 23 años que recién tomó protesta como alcalde de Chilca, en el distrito de Huancayo, en Perú, recién este 2011 recibió su cargo acompañado de una tercia de azotes, mismos que le fueron dados por Cupertino Sáenz, un hombre calificado como un ciudadano ejemplar, hecho del cual fueron testigos los medios de comunicación y los habitantes de la ciudad.
Si bien, reza la conseja popular, una golondrina no hace verano, los argumentos del nuevo munícipe de Chilca, que lo muestran como un hombre que asume el reto de gobernar para beneficio de sus electores, al mismo tiempo exhiben la calidad moral del común de los políticos, con sus honrosas excepciones que hacen el papel de excepción que confirma la regla.
En Perú como en México y en cualquier otra parte en donde las promesas incumplidas vayan en perjuicio de los ciudadanos y en beneficio de los políticos, sería bueno que los funcionarios de elección popular retomaran el ejemplo del alcalde peruano, quien ha jurado, arrodillado ante un crucifijo y con la cabeza reclinada, cumplir las leyes básicas del imperio incaico: "No seas ladrón, no seas mentiroso y no seas ocioso".
Si tal fuera el caso, se matarían tres pájaros de un solo latigazo: se recuperaría la confianza popular en los gobernantes, quienes recuperarían un poco el honor que han perdido y la industria de los látigos se vería sustancialmente beneficiada, dada la gran cantidad de políticos incrustados en la cosa pública, que son merecedores de un castigo a priori, para que no olviden que son mandatarios y no mandones.
Quizás por eso tenemos un Estado Fallido, porque tras llegar al cargo, a los políticos suele olvidárseles que están para servir al pueblo que les da de comer y no para servirse de él, tal y como lo hacen, no todos, pero sí la mayoría, con la cuchara grande, como si los ciudadanos estuvieran para satisfacer sus caprichitos trienales y sexenales.