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Álvaro Guijo GarzónMiembro desde: 23/03/13

Álvaro Guijo Garzón

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16/09/2014

*Artículo publicado en AndalucesRegeneraos.com (clic para acceder al enlace).

'Fórmula de la revolución', Pavel Filonov (1920).

El devenir de nuestros fútiles anhelos cotidianos nos aleja de la inexorable verdad latente tras los célebres versos manriqueños. En un ejercicio de miopía metafísica, tendemos a pensar que la línea de nuestra vida se prolongará ad eternum, en una progresión asintótica que pugna por transgredir las implacables leyes de la fisis. Sin embargo, las vendas de la ceguera autoinducida se esfuman cuando la muerte golpea en el tuitline de nuestra social network personal. De súbito, reparamos en lo efímero de las vanidades mundanas, que quedan sublimadas en el espejismo imperceptible del Être transmutado en Néant.

Pero la muerte, ley universal e inindultable, demuele de igual modo las estructuras sociales, políticas y empresariales, que caducan al ritmo impetuoso de la destrucción creativa schumpeteriana. Cuando la tempestad culmina en el paroxismo inopinado del caos ordenado, lo que parecía sólido e imperecedero comienza a resquebrajarse; aquellos cimientos sobre los que edificamos nuestras certezas, otrora macizos, revelan una insustancialidad solo a la bajura de la tedeté. El rey estaba desnudo, y ni el más sagaz de los tertulianos acertó a adivinar las calamitosas consecuencias de tamaño dislate.

En estas épicas circunstancias nos enfrentamos, como polis pseudo-organizada, a un trilema existencial: ¿inmovilismo, ruptura o regeneración? Se trata de una apuesta sin vuelta atrás, en la que nos jugamos el futuro colectivo de ese constructo social que los fenicios dieron en llamar i-shepan-im.

La caniculosa España afronta hoy un galimatías de difícil salida, en el que se dan cita los sempiternos fantasmas decimonónicos: el desafío independentista y la creciente fractura social. Ambos amenazan con romper las costuras de un equilibrio constitucional ?el de 1978- que se forjó gracias a la altura de miras y la búsqueda del bien común; a una Política que rendía honores a los beneméritos dictados de la Atenas clásica. Nadie vio cumplidas por entero sus expectativas; ninguna ideología apareció reflejada ad integrum en la Constitución, pero entre todos pergeñaron un texto aceptable para las muy diversas familias políticas del postfranquismo.

La Transición no fue perfecta, y en buena medida los problemas coetáneos traen causa del pretérito, pero sería una tremenda injusticia histórica echar por tierra el esfuerzo hercúleo de una generación que transitó del yugo y las flechas a la demos-cracia sin previa escala en el apeadero de las armas.

El exceso celo del constituyente en blindar la figura de los incipientes partidos políticos los convirtió en estructuras opacas, cuyas élites se afanaron en re-matar al venerable Montesquieu. De esta forma, los tres poderes clásicos se transformaron en un demiurgo informe, que acabó colonizando todas las estructuras de nuestro imberbe Estado de Derecho. Décadas después, y tras siete años de vacas flacasque turbarían al mismísimo José, los que un lejano día fueron nobles próceres de la patria se metamorfosearon en casta, y la Magna Carta devino mero papel mojado, vieja reliquia condenada a pervivir bajo las entretelas de la Historia.

Los fallecimientos de Emilio Botín e Isidoro Álvarez, representantes egregios del 'crony capitalism' patrio ?escoria putrefacta en neolengua podemita- confirman un cambio de ciclo que ya se atisbaba tras la abdicación real del pasado junio. Proceso de incierto desenlace en el que las añosas élites políticas y económicas que erigieron el tambaleante templo de nuestra democracia ceden el testigo a la Generación Y; un tiempo nuevo que oculta tras de sí la enésima oportunidad de conquistar aquel país soñado por Ortega. El eternodilema de España, actualizado con acierto por el maestro Garicano, consiste hoy en ser la Dinamarca del Sur o la Venezuela del Norte.

¿Y Andalucía? Permítame, querido lector, que le dosifique la ración diaria de realidad...

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