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El profesor Ulises Flynn era un hombre muy celoso de su intimidad. Sin embargo, el personaje que tenía delante y que se había apostado en su sala de estar, justificaba que, por una vez, se hubiese saltado sus propias normas
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El profesor Ulises Flynn era un hombre muy celoso de su intimidad. En circunstancias habituales, nunca hubiese permitido que alguien hubiese vulnerado su privacidad. Sin embargo, el personaje que tenía delante y que se había apostado en su sala de estar, justificaba que, por una vez, se hubiese saltado sus propias normas. Su pragmatismo se hacía añicos cuando el suspense del agua inundaba sus sentidos. Su estricto protocolo se rebajaba ante la necesidad imperiosa de socorrer a quien lo necesitase.
Recibió la visita de manera inesperada, sin previa invitación. Tan sorpresiva fue, que el profesor masculló una altisonancia cuando el golpeteó de la puerta le despertó de su mutismo. En ese instante estaba redactando un informe sobre la desastrosa situación que suponía seguir permitiendo que la gran mancha que flotaba a sus anchas por el océano pacífico, no hubiese activado todavía un plan de limpieza. Era como si las conciencias gubernamentales, estuviesen cegadas por intereses aderezados por otros menos honrosos. No obstante, y esperanzado en su trabajo, esperaba que sus notas llegasen hasta la Agencia Medioambiental del Pacífico Sur. Aquella institución poseía cierto poder, relativo, pero algo autoritario para la zona. Nada aseguraba el éxito, pero no intentarlo no era ni siquiera suponerlo.
En cuanto el profesor abrió la puerta y observó al variopinto personaje que tenía delante, un impulso natural de hospitalidad le nació de dentro. Probablemente era más una emoción interesada que un sentimiento de gratuidad. Acto seguido y, después de apostarlo en una de las sillas de su salón, avisó por su teléfono móvil a su compañera Karen Grant. Le envió un mensaje electrónico muy claro y contundente: “tráigase la cámara y su libro de notas”.
El nombre de la Organización secreta que les quemaba la tierra y les robaba el agua era Eureka
Karen, que tenía carta blanca de su periódico para priorizar todos los asuntos que estaban relacionados con el profesor, se personó en el apartamento de Ulises en apenas quince minutos. Hasta que la joven se presentó en la estancia, la atmósfera que se había creado en la casa estaba impregnada de un halo de misterio. Ambos hombres, el profesor y su invitado, no mediaron palabra sino hasta que la colaboradora del profesor se presentó con su cámara colgada al cuello y un libro de notas bajo el brazo. El profesor se limitó a observar a su invitado. Y su huésped esperó a que su anfitrión le diese la palabra. Y como aquello no ocurrió sino hasta que Karen interrumpió aquel vinculo silencioso, los primeros quince minutos le aportaron al profesor mucha más información que lo que escuchó después.
Ulises siempre había tenido claro que una persona dice mucho más sobre lo que realmente es con su aspecto, su ropa, sus gestos, su mirada y su interés hacia las cosas, que las abundantes palabras que pudiera proferir para explicar esto o aquello. El hombre que tenía delante estaba fuera de lo común. Alto, esbelto, de piel negra, con cuello de jirafa y dientes de rinoceronte. Ojos de azabache, como dos bolas negras encajadas entre dos párpados que no paraban de abrirse y cerrarse. Boca ancha, labios carnosos que tapaban parte de su barbilla afilada. Pómulos estrechos, con la piel oscura estirada, elástica. La frente desnuda, craneal, huesuda y dura. El pelo ralo, corto, casi inexistente. Las manos secundadas por dedos huesudos, delgados y largos, como tentáculos de pulpo y terminados por uñas blancas. Las yemas lijadas, con la piel de piedra pómez. La anchura de sus hombros ocupaba el ancho de la silla. Un hombre nacido en áfrica, un hombre nacido de la tierra roja de la Sabana africana.
Cuando Ulises le hizo un gesto para que hablase, la magia de las palabras, de las historias ancestrales, llenó su apartamento de luz y de misterio....
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