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¡Ella: en un casi naufragio!
RELATO DE UN CASI NAUFRAGIO
Lunes, 6:00 am, un calor ya intenso a esa hora de la mañana; el mar parecía tranquilo y las lanchas en el pequeño puerto, estaban listas para recibir a los viajeros que ya regresaban a sus casas, a sus trabajos, a su trajín.
Ese pueblo pequeño, separado por carretera del interior del país, te alejaba del mundo y te sumergía en un silencio de selva acompasado con un ruido de mar. El caminar lento de los lugareños y sus preocupaciones banas se antojaban y, hasta ese desparpajo con el que viven la vida, para ellos – los lugareños – sólo afana la rumba de la noche y esa silla puesta en la puerta de las casas donde reciben el fresco de la tarde y a uno que otro vecino que pasa a conversar poco, pero si a mirar juntos como cae el calor y pasan las horas… El afán es el pescado del día y la ropa nueva para la fiesta, ¡ah!, y ese perfume dulce, penetrante, con el que engalanan sus coloridos vestidos…
Ellos se subieron a la pequeña embarcación, acompañados de una familia desconocida y un ingeniero también desconocido. Todos iban hacia el mismo punto: un pueblo en frente de la bahía que si tenía conexión por tierra con el resto del país, y de allí cada quien regresaba… Cada uno uso bolsas de basura para guardar su equipaje y uno de los lancheros, acomodaba cada bolsa en la proa; cada uno se puso el chaleco y se sentó en el lugar señalado. Sería una hora de viaje desde la bahía, hasta el pueblo más próximo, justo al frente.
La lancha zarpó casi a las 7: 00 am y en el primer tramo recorrido, tuvo que entrar a una bahía cercana: el aguacate. Parecía que algo fallaba, pero nadie supo qué. Luego de unos minutos, la lancha encendió motores, dio la vuelta y tomó rumbo a mar adentro. Pero el mar que parecía tranquilo esa mañana, ya en ese punto, sus olas comenzaron a arreciar y la lancha daba brincos y cada pasajero sentía como las posaderas se elevaban y caían fuertemente sobre esas tablas duras que hacían de sillas. Comenzaron las quejas, una preocupación a voces por la única persona mayor que viajaba en la pequeña embarcación y que padecía de dolores de espalda, la mujer se negaba a pasarse hacia la popa, pero al fin y a regañadientes lo hizo.
Los bandazos seguían, una que otra palabra obscena se escuchaba de los más jóvenes, los lancheros no decían nada, y ellos, sólo se miraban, uno al otro, buscando calma ella y dando seguridad él. Pronto, ya en lo que pudiera ser el centro del golfo, las aguas entraron en la lancha, la inundaron, la lancha se movía, algunos pasajeros cogieron tarros para sacar agua, un bebé lloraba sin consuelo, una adolescente gritaba y temblaba de miedo, mientras que su amiga le decía: “tranquila, si caemos, pues ayudamos a voltear la lancha y ya”… Otros jóvenes subieron de tono sus insultos, sus miserias humanas aparecieron justificando el miedo; la mujer mayor no se escuchaba, el bebé pronto quedó en silencio; los lancheros, con su mirada amarilla y puesta al frente, no decían nada, uno de ellos caminaba hacia delante a sacar agua.
En el centro del golfo, agua por todos lados, leves montañas a lo lejos, ninguna embarcación cerca, sin señal para el móvil, la lancha se había quedado sin gasolina, su dueño tanquió menos de lo requerido y todos los viajeros estaban ahí, mojados… Una decisión: repartir las bolsas de equipaje a lo largo de la lancha, ¿para equilibrar el peso? y prevenir??
Ella estaba silenciosa, quieta, mojada, con el bolso entre sus piernas; ya había orinado tres veces y no importaba, pues el agua que entraba era tanta que nadie se percató, o no le importó; se atrevió a girar un poco a su cuerpo para ver a los lancheros y los vio preocupados y en ese instante ella supo que no andaban bien las cosas. Pensó en que iba a caer y recordó que no sabía nadar, lo miró a él y supo que no la dejaría morir. Volvió su rostro al frente, mojado. – Mira, si caes, suelta el bolso, no importa y vas a tratar de mantenerte a flote-. Ella asintió, pero no se atrevió a pronunciar palabra.
Se le pasaron pensamientos locos: ¡él en el agua! ¡ella en el agua! No gritos, si calma, para no empeorar esa situación de náufragos. ¿Y si él moría? ¿Esa familia no iba a salvarla de un ahogamiento? No, la dejarían a su suerte porque no la conocían y los suyos necesitaban ayuda… ¡pensamientos locos!!
Los insultos seguían subiendo de tono, la desesperación subía de tono, el agua entraba a la lancha sin pesar, los zapatos estaban empapados, la certeza de caer estaba en silencio, pero ahí estaba. Habían pasado muchas horas, con exactitud no se sabe cuántas. El hambre se tuvo que ir de viaje y la protección de la piel también, no había espacio en la mente para esas nimiedades. Hasta el bebé callaba, como si supiera que ni para el llanto había espacio…
En ese instante tan mojado y tan cierta la caída, sólo cantaba y hablaba a Lo Alto.
La lancha no tenía encendidos los motores, estaba siendo llevada por el viento.
Ella lo miraba a él, moviéndose, achicando el agua, mirando a todos lados, - mira esos palos, eso es bueno, porque si caemos nos aferramos a uno de ellos y esperamos a que la corriente nos lleve hasta la playa-. Dijo él.
Ella de pronto recordó, no a su familia ni a sí misma, recordó que, si el mar rojo había sido abierto un día, que quizá también era posible que se abriera para ellos; que no había que temer, que ellos no iban a caer. Estaba agazapada, agarrada con ella misma, en completo silencio, y de pronto sus labios se abrieron y comenzaron a cantar bajo, a cantarle al Señor de lo Alto. Alguna vez leyó y escuchó que, en momentos de angustia, se alaba. No importaba el desespero de los otros, sólo importaba cantar para apaciguar las aguas y serenar el corazón.
– ¿Te imaginas esas personas que se van de Cuba para Estados Unidos en una lancha?, ¿así como la canción de Ricardo Arjona, El Mojado? –él tenía ánimo para hablar. Ella sólo oía y asentía. – ¡Si, tenaz!! Alcanzó a pensar.
En ese instante tan mojado y tan cierta la caída, sólo cantaba y hablaba a Lo Alto. No tenía – ella – ni ganas, ni espacio, ni fuerza para moverse. Quizá la quietud le auguraba una NO caída, como si ese cuerpo pequeño pudiera evitar el desastre (jaja). Mas lo que si lo evitaba era esa canción imparable, imposible, envolvente y divina.
Un sol fuerte caía sobre los viajeros, el agua no paraba de entrar, la lancha se movía al compás de las olas y empujada por el viento. – Hay señal -. Grita el lanchero principal. – Voy a llamar para que manden una lancha con gasolina- …
Los minutos pasaban lentos y nadie venía a ayudar. - ¿Cuánto nos demoraremos en llegar?-, se preguntaban ellos, ya resignados. Pero al avistar la lancha con gasolina, los viajeros gritaron aliviados, - ¡aquí, aquí! ¡cuál naufragio! …
Una vez tanquiada la lancha, esta encendió motores y en menos de 20 minutos llegó al pueblo destino. Bajaron todos, mojados, enojados y asustados. Ellos estaban agradecidos de no haber caído. Miraron la hora, eran las 12:15 m. El viaje que debía haber demorado una hora, fue de 5 horas y todas ellas en el mar, en el centro del golfo, con el mar enojado porque la noche anterior hubo tormenta.
Ella bajó empapada, y de la mano de él, caminaron a buscar sitio seco donde cambiarse, donde comer e irse… No estaban aburridos, mas bien sorprendidos… Ante un espejo, ella vio su cara quemada insolentemente por el sol y en ese instante cambió su canto anterior por la nimiedad de la gran mancha en su cara, la mancha del casi naufragio.